sábado, 11 de abril de 2020

Perspectiva

Perspectiva.

Y tomando José el cuerpo (de Jesús), lo envolvió en una sábana limpia, y lo puso en su sepulcro nuevo, que había labrado en la peña; y después de hacer rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro, se fue. Mateo 27:59-60
La imagen puede contener: exteriorTodo había terminado. Jesús estaba muerto. Entre la tristeza y el desconcierto, José de Arimatea, Nicodemo y algunas mujeres fieles, hacían preparativos para dar adecuada sepultura al Señor antes que comience el día de reposo. De acuerdo con las costumbres funerarias, el cuerpo fue envuelto en un lienzo y embadurnado con ungüentos perfumados que llevó Nicodemo, unos treinta y tres kilos de una mezcla de mirra y áloe. No había tiempo para más. Quizás el domingo podrían volver a completar la tarea. Rodaron una enorme roca sobre la entrada del sepulcro y se fueron. Un silencioso sábado había comenzado. Todo había terminado.
Un día dejárosle solo en el huerto,
Un día la tumba su cuerpo abrigó.
Ángeles sobre él guardaban vigilia,
Mientras el Dueño del mundo durmió.
Resulta difícil para los que conocemos la historia imaginar lo que ellos sintieron. Nublados por el dolor, no podían recordar que más de una vez el Señor les había dicho: “He aquí subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte; y le entregarán a los gentiles para que le escarnezcan, le azoten, y le crucifiquen; mas al tercer día resucitará”. (Mateo 20:18-19). No podían recordarlo. Estaban demasiado tristes.
En ocasiones, la tristeza y el dolor nublan la mente y entorpecen el juicio. Ambas son emociones lícitas y necesarias. Dios no pretende seres impasibles, incapaces de afligirse ante una situación penosa, propia o ajena. El mismo Señor lloró ante la tumba de Lázaro y estuvo “triste hasta la muerte” ante la expectativa de lo que se avecinaba. Pero la tristeza y el dolor tienen su tiempo y razón. No deben perdurar ni predominar, porque conducen a un estado donde no llega la luz de la esperanza. Y eso es comprensible para quien no la tiene, pero inadmisible para un hijo de Dios. Cuando Pablo quiere describir una fe lastimosa e inútil, recurre a la desesperanza, a un Cristo aún en la tumba: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres”. Pero ¡gracias sean dadas a Dios la historia no terminó así, porque ¡Jesús resucitó!
Somos desafiados a vivir con la perspectiva de su resurrección. No hay mejor manera de visualizar el contraste que en los caminantes de Lucas 24. El dúo se arrastraba hacia Emaús, abatidos, tristes y confusos, mascullando todavía atónitos: Ha muerto. Todo ha terminado. De pronto, un desinformado peregrino se acerca y a la luz de las Escrituras les explica lo ocurrido. Ya en casa reconocen que es el Señor Resucitado. Toda su perspectiva es trasformada. Vuelve la esperanza y el corazón ardía de gozo. Llenos de nuevas fuerzas regresan para compartir la buena nueva: ¡verdaderamente ha resucitado!
¿Estás viviendo aún en “sábado de silencio”? ¿Caminas como si él estuviera aún en el sepulcro? No, hermano. En la sombría hora de la prueba, no olvides que la tumba no fue el final. No pierdas la esperanza. No ha terminado.
Y cuanto más ruja la cruel tempestad,
más firme tomemos el cable de fe;
Que furia de vientos, ni embates del mar,
no pueden del puerto la entrada vedar. (H&C 227)

Por Pablo López

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