jueves, 21 de mayo de 2020

Dago, el Esclavo

Dago, el esclavo.
Cuando era joven tenía una historieta con este nombre. Ambientada en pleno Renacimiento, trataba de un joven perteneciente a la nobleza de Venecia, que por cuestiones que no vienen al caso, presencia el asesinato de toda su familia, y a él, creyéndolo muerto, lo tiran al mar con una daga hincada en su espalda. Su cuerpo flota hasta ser encontrado por piratas turcos, que lo toman como esclavo. Lo llaman "Dago" en honor al puñal que traía clavado. Sobre el resto de la novela, dice Wikipedia: “Con su odio a cuestas y jurando venganza, Dago aprenderá primero a ser un esclavo inteligente para planear su huida en el momento indicado.
No hay ninguna descripción de la foto disponible.La historia era atractiva y emocionante, pero la recuerdo con un mal sabor por dos razones. Primero, no terminaba. En la última hoja estaba el fatídico “continuará”, en una época donde el capítulo siguiente no arrancaba a los 10 segundos. Nunca supe el final. Pero lo peor de todo, que lo vine a entender de más grandecito, es la tristeza de ver la vida miserable del pobre tipo, no solo por haber sido esclavizado por gente cruel y brutal, sino por su motivación.
Dago estaba convencido que lo que le mantendría con vida era el odio. No podía olvidar, ni quería hacerlo, a los que habían causado su desgracia, de modo que “rascaba sus heridas” emocionales para mantenerlas abiertas y encontrar en el dolor y en la sed de venganza las fuerzas para seguir adelante. ¡Alerta spoiler! No lo consigue. Luego de años de luchas e intrigas, escalando posiciones como esclavo, todo se desmorona y vuelve a empezar. Es triste. Pero bueno, es una historia de fantasía. En la vida real nadie vive pensando en vengarse…
Aunque pensándolo bien, en la Biblia encontramos la historia de alguien que pensó que el odio y la venganza podrían ser una buena motivación, una necesaria expresión de la justicia. Pero descubrió otra fuente de poder, mucho más limpia, productiva e inagotable: la gracia.
Se trata de José, el joven hebreo que fue traicionado por sus hermanos y vendido como esclavo. Ya en Egipto, fue víctima de calumnias que lo llevaron a la cárcel. Allí estuvo hasta que Dios lo puso en el segundo lugar de autoridad del imperio. Es probable que por muchos años José viviera “con su odio a cuestas y jurando venganza”. Sin embargo, en algún momento eso cambió. Salió de la cárcel al palacio, formó una familia, tuvo hijos, y el nombre que les puso revela lo que había en su corazón. El primero fue Manasés; porque dijo: Dios me hizo olvidar todo mi trabajo, y toda la casa de mi padre. El nombre del segundo fue Efraín; porque dijo: Dios me hizo fructificar en la tierra de mi aflicción. (Gén 41:45-52)
José pasó experiencias muy dolorosas, pero las pasó. Las dejó atrás. Tomó la decisión de olvidar. No se trata de un olvido mental, de reprimir el recuerdo de algo, sino de no asignarle el peso emocional que provoca el daño. Ese es el olvido del perdón. El perdón es una expresión sublime de la gracia. Es conceder un favor que no se merece a quien no debería recibirlo. Una injusticia, si. ¿Por qué hacerlo entonces? Porque el perdón no libera solamente al que hizo el mal, libera al que sufre por la carga de su odio y de la necesidad de vengarse. Y porque el perdón es la experiencia redentora de los hijos de Dios, porque fuimos perdonados por Cristo por deudas infinitamente más elevadas.
Quizás arrastras heridas emocionales abiertas por situaciones muy fuertes de tu pasado, heridas propinadas por personas en quienes confiabas. Es difícil renunciar a la venganza para mostrar la gracia y la misericordia que Jesucristo nos mostró. Pero por medio del perdón puedes quitar el aguijón a esas cosas que todavía lastiman. Porque solo después de un “Manases”, puede venir un “Efraín” y la posibilidad de fructificar aún en la tierra de la aflicción.
Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo. Efesios 4.32.

Por Pablo D. López

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