Rápido y Furioso.
El titulo de la saga cinematográfica en la que un grupo de conductores maneja autos tuneados muy rápido y destruyendo muchas cosas, bien podría ser la descripción de la vida cotidiana de estos tiempos, donde la urgencia y la ofuscación parecen dominar la conducta de la mayoría de las personas. En el tránsito, en la cancha, en la cola del supermercado o en la puerta de la escuela, todo el mundo está ansioso y susceptible. Enseguida se reacciona con virulencia. Prepotencia, insultos y gritos afloran de inmediato en cualquier situación conflictiva.
Proliferan las gestiones “on line” y las comidas instantáneas, pero cada vez tenemos menos tiempo. La misma tecnología que nos conecta, nos absorbe. La información relevante se diluye en un volumen de datos cada vez mayor. Como en Santa Marta, sabemos “si la reina estuvo enferma, o si Palermo erró un penal”, “pero ya nadie se entera lo que pasa en su ciudad”. Vemos solo lo que nos interesa. Ignoramos lo demás. Y a los demás. No hay tiempo para el contacto personal, para cultivar ese interés genuino en la vida del otro, que no es chusmerío barato, sino autentica amistad.
Hemos perdido el rumbo. Como la clásica secuencia en la que el coyote corre en círculos persiguiendo a un correcaminos que lo observa pasar, nos precipitamos, rápidos y furiosos, tras cosas que son vanas ilusiones. Nos alejamos de los objetivos realmente importantes, para satisfacer necesidades artificialmente creadas. Nos dedicamos a “correr tras el viento”. No es de extrañar que cuando el agotamiento nos obliga a detenernos, tengamos las manos vacías.
¿Que aprovechará el hombre si gana todo el mundo y pierde su alma?, preguntaba Jesús. Es necesario parar y volver a mirar el mapa.
“Deténganse en el cruce y miren a su alrededor; pregunten por el camino antiguo, el camino justo, y anden en él. Vayan por esa senda y encontrarán descanso para el alma” (Jeremías 6:16). Recalculando, diría la señora del GPS.
Los que hemos depositado nuestra fe en Jesucristo no corremos el riesgo de “perder el alma” en el sentido de sufrir la condenación eterna. Pero podemos perder miserablemente la chance de ser útiles para para el reino.
Cuando Abraham dejó su tierra para obedecer el llamado divino no sabía a donde iba, pero Dios sí. El patriarca jamás volvió atrás. La ciudad que buscaba, la “que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios”, era muy superior al esplendor de la que había abandonado. No volvió atrás, no porque no tuvo el tiempo o la oportunidad de hacerlo, sino porque no estaba pensando en la patria que dejó, sino en la celestial. Su mirada estaba puesta en las cosas de arriba. Hay que cambiar la mirada para cambiar la pisada.
El camino a la Patria Celestial no requiere andar “rápido y furioso”. Al contrario, exige paciencia y benignidad. Sacrificio y renuncia. Seguir las pisadas del Señor y no mirar atrás:
“Olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” Filipenses 3:13-14
Por Pablo López
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