miércoles, 19 de julio de 2017

Tampoco (sobre la realidad Uruguaya)


Tampoco.

El 12 de mayo de 2012, en el curso de una rapiña, era asesinado de un tiro en el pecho el trabajador de un establecimiento gastronómico. Un mes después, indignado por la difusión mediática del hecho, el Gobierno anunciaba un paquete de 15 medidas para disminuir la inseguridad en Uruguay. De estas (varias se olvidaron al día siguiente) dos cosas importaban: controlar los medios y legalizarla marihuana. La primera, fue frustrada por el auge de las redes sociales, que en cuestión de horas viralizan lo que venga. La segunda, perpetró lo que hoy, con bombos y platillos, se inaugura.

Cinco años después, se pone en marcha el “experimento”: 16 farmacias en todo el país venderán marihuana exonerada de impuestos a menos de 5.000 compradores registrados (3% de los que dicen consumir). Eso sí, hay un IRCCA (léase presupuesto y cargos para repartir) y productores de droga, cuyos cultivos protegidos por el ejercito, tienen asegurada la venta de su producción (lo que la farmacia coloque, el Estado lo compra. La pagamos entre todos).

El argumento es combatir el narcotráfico, quitándole parte del mercado. Pero basta caminar por cualquier calle o plaza para ver (oler) que el consumo se ha disparado exponencialmente. La campaña publicitaria para desestimular el consumo, parece estar hecha para lo contrario. Mientras se ven imágenes sin rostro, voces monocordes advierten sobre las consecuencias del cannabis. Pero cuando se explica por qué “regular es responsable”, sube la música, aparecen las caras (conocidas), las sonrisas y slogans dignos de concursantes de un certamen de belleza: “no al la violencia”, “no al narcotráfico”, como si la venta legal impidiera o menguara algo de eso. Mucho humo, y no de porro, precisamente. Como dijo Moisés “esto tampoco saldrá bien”

Aunque vivimos un tiempo en donde toda opinión, sea sobre economía, salud, educación, laicidad, aborto o marihuana se convierte inmediatamente en una cuestión partidaria, donde alcanza saber quien promueve una idea para saber que posición tomar, se debe decir algo, a riesgo que se imagine como crítica política. Porque por encima de esas consideraciones, existe una innegable realidad espiritual. La tasa de suicidios de 2016 superó la de 2002 luego de más de diez años de “bonanza”. No es la economía. No es la ballena azul. Es la carencia de sentido de una vida que solo ofrece plata y placer, pero ninguna esperanza.

Hace 3000 años, Salomón ya había observado que la vida debajo del sol es un correr tras el viento. Sin aquello que está sobre el sol, sin lo eterno, sin Dios, no hay dicha ni satisfacción duradera. Hemos asistido al naufragio de aquellas cosas de las que se esperaban soluciones: ideologías, modelos económicos, filosofías, incluso la religión, han fracasado en el intento de proveer esperanza real.

La esperanza, por si misma, no ofrece felicidad y significado. El valor de la esperanza, como el de a fe, está en su objeto. Lo importante no es creer, sino en quien creer, el secreto no es tener esperanza, sino en quien depositarla. David lo sabía: “En Dios solamente reposa mi alma, porque de él viene mi esperanza. Solamente él es mi roca y mi salvación”. (Salmo 62:5-6).

Jesús murió en la cruz para que nuestros pecados sean perdonados, y reconciliados con Dios, podamos disfrutar de la única esperanza viva y real: Alabemos al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su gran misericordia nos ha hecho nacer de nuevo por la resurrección de Jesucristo. Esto nos da una esperanza viva, y hará que ustedes reciban la herencia que Dios les tiene guardada en el cielo, la cual no puede destruirse, ni mancharse, ni marchitarse. (1 Pedro 1:3-4)



Por Pablo López

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